En la oscuridad

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     Agua de mar –el frufrú lo llama ella, con esa intuición onomatopéyica de los niños- para limpiar la nariz y que pueda sonarse productivamente, pañuelos de papel, jarabe que neutraliza la tos en caso de resultar insoportable, incluso, por supuesto, la superstición inocua de una cebolla abierta, una taza con una cuchara y miel, el termómetro siempre cerca, junto al milagroso Apiretal –sustituto de aquella aspirina naranja infantil de mi época-, y un cuento: estos vienen a ser los útiles imprescindibles para acostar a los hijos aún pequeños en esta época del año.

     Una tenue bombilla trata de exorcizar terrores infantiles, y entre la oscuridad la cara surge resaltada por las salvedades rojizas de la habitación. La arropo y entre las sábanas queda algo del sudor de la fiebre vil, así como de las emanaciones de las pesadillas insondables que allí se tejen: una imagen de la televisión, la pavorosa ilustración de un libro, una palabra de fatal sugestión, quizás un lance agrio con una amiga en el colegio o en el parque, se resguardaron en el envés de la conciencia y afloran taimadamente en el sueño. Pero también anidan allí las ansiedades dichosas de la Noche de Reyes, de la noche previa al cumpleaños o a una excursión. Con el tiempo, pronto, urdirá además angustias por exámenes del día siguiente, tal vez en un futuro más lejano por una oposición o una entrevista de trabajo, sinsabores de rechazos dolorosos, pero también esperanzas y júbilos por logros que irá alcanzando, por umbrales cruzados, profesionales, académicos, sencillamente vitales, y compatible todo ello con noches de insomnio por la rememoración fervorosa de la sonrisa indeleble de la persona deseada, del estremecimiento de alguna caricia…

     Para que se duerma, susurro canciones de mi adolescencia, de El último de la fila, de Calamaro, de Sabina, cuyas letras ahora resucitan súbitamente y para mi asombro en mi memoria tras años sin escucharlas, a veces completas, otras solo retazos, mientras ella se mueve un poco al principio, carraspea tratando de aclarar la garganta rasposa, tantea la posición idónea y va cerrando los párpados poco a poco sin dejar de vigilarme de reojo, hasta que, al fin, se produce el milagro secreto de cada noche: los ojos cejan al fin y quedan cerrados, su cabeza se hunde entonces un poco en la almohada, que la acoge muellemente, la boca se entreabre, su respiración se hace ostensible y cadenciosa y el gesto se relaja, a pesar de su natural recelo al sueño, siempre deseosa de descubrir los bordes de la ventana ligeramente encendidos al amanecer para despertarse.

«Son los hijos los que dotan de clarividencia a los padres: tenerlos hace que, de repente, uno logre discernir lo esencial de la vida».

     Adriana tiene esta semana un poco de conjuntivitis y mucha tos y mocos, y no va al colegio, de modo que pasamos las mañanas juntos, yo al ordenador y corrigiendo exámenes, ella dibujando, pintando o jugando: en algunos momentos le grito, se enfada ella a su vez y no nos hablamos durante un rato, pero entonces necesita algo, que le abra una caja, que le encuentre algo entre los juguetes, se acerca zalamera y olvidadiza y volvemos a hablar con toda naturalidad. Entre sus juegos rumia secretamente sus tribulaciones, y de vez en cuando me pregunta cosas o desgrana la confesión, un poco al desgaire, de alguna nimia fechoría, del niño que le gusta…

     Son los hijos los que dotan de clarividencia a los padres: tenerlos hace que, de repente, uno logre discernir lo esencial de la vida. Sus dedos pequeños nos indican sin error lo capital, sus manotazos de alegría, dolor, entusiasmo, apartan de golpe lo superfluo. Uno siempre ha creído ser una persona más bien miedosa, pero me parece que solo cuando tenemos hijos nos es dado adquirir o sospechar nociones de un grado superior de temor: “Al menos en nuestra tradición, la pérdida del hijo es la pérdida por antonomasia”, asegura atinadamente el estupendo escritor Ricardo Menéndez Salmón[1].

     Pero nuestras peores pesadillas, improbables y con cierto cariz de ficción, son brutalmente cotidianas y reales para otras personas no tan lejanas: con la vergüenza europea del drama de los refugiados sirios, uno puede ver en la vigilia los sueños atroces que su despertar le desbarata providencialmente algunas noches: niños desparecidos (llevados donde la imaginación no se atreve a aventurarse), o conducidos entre carritos que atraviesan lodazales inmundos, cruzando ríos torrenciales, sacudidos por convulsiones nerviosas cuando los policías golpean con saña abyecta a sus padres, siempre marchando con prisa en las imágenes de los telediarios, sin que uno pueda dejar de preguntarse hacia dónde se dirigen…

     Adriana duerme ya; yo aún no puedo.

Jesús Manuel Arroyo Tomé

 

[1] http://www.elcultural.com/noticias/letras/Ricardo-Menendez-Salmon-Mi-estilo-es-para-mi-tan-natural-como-respirar/5765

9 comentarios en “En la oscuridad

  1. Mal de muchos…
    Mi peque también ha estado mocosa y con tos. Ayer mismo terminó el tratamiento. A ver si termina este invierno con un sol suave (aunque se pierda para siempre) que mate tanto virus flotante.
    Sr. Arroyo, otra vez gracias por su prosa tan cercana a la realidad que uno vive, y a la vez, tan capaz de evocar otros momentos vividos en infancia o juventud…
    Quien canturrea a su hija una de Sabina, Calamaro o Manolo García, ¡es un padrazo! Je, je.
    Saludos cordiales.

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