NAVIDAD EN PRIMAVERA. NUEVO ASCENSO A LA MONTAÑA MÁGICA

 

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          Durante las pasadas vacaciones, al final de la mañana, ya al mediodía, me he dedicado a pasear por la vía verde aprovechando esta especie de navidad primaveral que hemos tenido. No he visto una sola nube en estas semanas, y además me he encontrado un campo más propio de marzo o abril: con un incongruente bullicio de pájaros de fondo, podían verse algunos tréboles amarillos, algún matorral de romero en flor, jaras blancas, las orillas enmarcando el camino con un verde intenso de abril y punteadas por el amarillo de las caléndulas silvestres, además de una explosión de lirios por taludes y cunetas que no recuerdo ni en la primavera más fecunda. En los descampados cercanos a mi casa asoman ya jaramagos, matas y matas de malvas o la estrella blanca con aristas rojas del gamón. Tiene uno la sensación de ser el primero en vivir este tiempo, de adentrarse en una especie de tiempo virgen, insólito, no experimentado por nadie antes en este lugar. Para escribir esto, en fin, abro la persiana de par en par, dejo la ventana un poco abierta y cojo el portátil para poder desplazarme por la habitación en busca de este sol dulce de invierno.

          Quizás debido a esa índole peculiar del tiempo que hemos vivido, en esta navidad he decidido volver a leer La montaña mágica de Thomas Mann, esta vez en la nueva traducción que hizo Isabel García Adánez hace ya muchos años, y que viene a sustituir a la de Mario Verdaguer, muy criticada ahora pero tan querida por todos los que la leímos por primera vez.

          Para el afortunado que aún no haya subido con Hans Castorp hasta Davos, le resumo el escueto argumento: un joven ingeniero viaja a un sanatorio de Suiza para visitar a su primo, enfermo de los pulmones. La estancia, que iba a durar tres semanas, se prolonga asombrosamente durante un periodo muchísimo más largo, en el que Hans Castorp se irá iniciando en los principales misterios de la vida: allí experimentará el amor, la enfermedad, la muerte de un ser querido, el placer del conocimiento, la amistad, el dolor y el sufrimiento, la más exacerbada fisicidad de la existencia, asistirá atónito e indeciso a los debates sobre las grandes cuestiones intelectuales, tanto esas que preocuparon a los seres humanos de todos los tiempos como a las más específicas de su época –la dicotomía entre alma y cuerpo, la democracia frente al autoritarismo…-, coqueteará con el más allá y, sobre todo, cobrará conciencia del tiempo, casi el verdadero protagonista del relato.

          No está de más recordar que el proceso de composición de esta novela resultó largo y tortuoso, prolongándose desesperantemente en el tiempo: comenzada en julio de 1913, Mann tuvo que abandonarla ante la conmoción de la I Guerra Mundial y no la concluyó, al fin, hasta septiembre de 1924[1]. Habían pasado once años desde que iniciara la tarea, y su proverbial constancia y disciplina se habían impuesto, pero tuvo que haber una guerra, y no una cualquiera sino la que durante muchos años se llamó la Gran Guerra, al tiempo que temblaban los cimientos de Europa, del mundo y hasta de la conciencia del propio autor –que comienza aquí su lenta pero inequívoca evolución ideológica-, con el consiguiente replanteamiento, una vez más, de las bases mismas de la cultura occidental, para que Thomas Mann hallara la forma exacta de esta obra maestra, para que se forjara un libro que tuvo el portentoso acierto de, a medida que sucedía y con una inmediatez clarividente, recoger toda esa transformación de un mundo agonizante donde los cambios profundos palpitaban acuciantemente en cada ámbito de la vida.

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          El caso es que el nuevo texto me parece, de entrada, muy fluido, y ya no sé si debe a la nueva traducción o a que uno ha mejorado como lector después de los años: al fin y al cabo, aunque no recuerdo exactamente la fecha en que lo leí por primera vez -andaría yo por los 20 o 21-, deben de haber pasado ya casi veinticinco años. De modo que aquí encuentro ya la primera diferencia fundamental a la hora de abordar esta nueva lectura: por entonces uno se identificaba con el joven Hans Castorp, que tenía 23 al comenzar la historia, o más bien cabría decir que uno era Hans Castorp mientras leía, dada la intensidad con que se vive este libro, en tanto ahora me voy acercando poco a poco a la edad que debía de tener Settembrini, el otro gran personaje que me impresionó en aquella lectura. También el momento del año y de mi propia vida influyen, contaminan nuestra experiencia del libro: era septiembre, de eso sí me acuerdo, y me encontraría en el tramo central de la carrera y con la intención siempre secreta de escribir yo también una novela, de forma que tanto la serenidad de la estación como el ansia por aprender el oficio se filtraron en aquella lectura. Por eso cuando termino el libro me voy al estante en busca de mi anterior ejemplar de la novela para comparar con curiosidad las diferencias de los subrayados de ambas lecturas. Y no hay sorpresas, pues compruebo, como ya sospechaba, que casi todo lo que destaqué entonces estaba relacionado, como no podía ser de otra manera, con la historia de amor entre Hans Castorp y Clavdia Chauchat, en tanto que ahora, en cambio, mis intereses han sido más diversos. Sin embargo, encuentro también una coincidencia, un mismo pasaje subrayado en las dos traducciones, un vértice del tiempo en el que convergemos aquel joven estudiante de filología y este ya maduro padre de familia y escritor él mismo: «Que extraño es ese pudor ante la vida, de la criatura que se refugia en un rincón para reventar, persuadida de que no puede esperar de la naturaleza exterior ningún respeto ni ninguna piedad ante su dolor y su muerte”, reza el párrafo en cuestión, aludiendo a la muerte de uno de los personajes.

          Me sorprende también en esta lectura la magnitud de los olvidos y tergiversaciones que, a pesar de tratarse de una novela que tan hondamente me impresionó y que creía recordar bien, mi memoria ha hecho con la trama, y no ya con los pormenores, imposibles de retener en un libro de esta extensión, sino incluso con momentos y lances tan cruciales como el duelo final entre Settembrini y Naphta o la siempre mentada ambigüedad de la noche entre Hans Castorp y Clavdia (que ahora no me parece nada ambigua, tan solo expresada de manera tácita y lacónica). Incluso el final, que no desvelaré, lo recordaba más concreto.

 

«Habían pasado once años desde que iniciara la tarea, y su proverbial constancia y disciplina se habían impuesto, pero tuvo que haber una guerra, y no una cualquiera sino la que durante muchos años se llamó la Gran Guerra, al tiempo que temblaban los cimientos de Europa, del mundo y hasta de la conciencia del propio autor –que comienza aquí su lenta pero inequívoca evolución ideológica-, con el consiguiente replanteamiento, una vez más, de las bases mismas de la cultura occidental, para que Thomas Mann hallara la forma exacta de esta obra maestra, para que se forjara un libro que tuvo el portentoso acierto de, a medida que sucedía y con una inmediatez clarividente, recoger toda esa transformación de un mundo agonizante donde los cambios profundos palpitaban acuciantemente en cada ámbito de la vida».

         

          En esta ocasión, nuevamente, me fascina el uso del tiempo narrativo, tantas veces comentado, no voy a descubrir nada nuevo: los primeros días abarcan cientos de páginas (me llama la atención ahora, por ejemplo, cómo estira el narrador el breve tiempo que tarda el termómetro en marcar la temperatura) en tanto periodos amplios se omiten luego con drásticas elipsis que hacen que se desvanezcan sin que el lector haya podido asistir a ellos. En los primeros capítulos Thomas Mann nos da constantemente referencias temporales, en todo momento estamos informados del tiempo que va pasando, si es mediodía, por la tarde, la sobremesa, si han pasado dos o tres horas, pero a medida que el libro avanza, su autor nos las hurta arteramente y se abren extensos lapsos, de modo que llega un momento en que el tiempo ya no cuenta, no se nos informa ni nos importa, se ha disuelto en la conciencia del protagonista, el tiempo pasa, sigue ahí pero invisible, hasta que ya al final, con calculada eficacia, se nos desvela que han pasado nada más ni nada menos que… (tampoco lo revelaré…)

          En cuanto a los personajes, advierto mejor en esta lectura toda la causticidad arrojada por el autor sobre Settembrini, descendiente directo de la Ilustración, de la fe ciega en la razón y el progreso, que tan mal parados salieron precisamente de la I Guerra Mundial. Al fin y al cabo, como advierte un narrador nada neutral, “Settembrini no era más que un representante de cosas y de fuerzas interesantes que, sin embargo, no eran las únicas que existían en el mundo, que no tenían una vigencia absoluta”, llamando así la atención sobre todas las potencias que operan en nuestras vidas e interfieren y hasta anulan nuestro raciocinio: “La razón se ve ridícula ante la muerte”, se añade definitivamente poco después. Pero el momento más significativo de este aspecto lo viviremos cuando aparezca, en su tramo final, otro de los grandes personajes de la novela: Mynheer Peeperkorn, nuevo compañero de Madame Chauchat, incapaz de articular una sola frase coherente pero que enseguida se impone con absoluta rotundidad en el círculo de amistades de Hans Castorp, incluso sobre los brillantes polemistas Naphta y Settembrini, que callan y asienten sumisos ante la “vigorosa personalidad” del holandés. Peeperkorn, con su tamaño y fuerza colosales, sus gestos imperativos y su grandioso aspecto regio, se impone porque es la vida misma, a la que ama y conmemora cada instante de su ya precaria existencia: como en tantas obras de Thomas Mann, la vida acaba derrotando sin paliativos al arte.

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          Quizás con estas líneas se le haya venido a la cabeza al lector lo que a mí al releer la novela: que ya no se escriben libros así –o no escribimos, no me exculpo-, con una ambición tan desmedida, con la desatinada intención de abordar la totalidad de la vida, sin miedo a ser tachado de pretencioso. No, no se hacen libros así, por eso hay que ir a buscarlos al pasado. Tampoco parece haber muchos lectores que los aguarden o deseen: quizás estamos demasiado ensimismados en nosotros y en nuestra propia época, nos agobian demasiado nuestros problemas y no somos capaces de huir de nuestros días, de salirnos un rato y echar una mirada más universal, intemporal, sobre lo humano. Yo y mi tiempo son lo único que nos atañe.

          Lo cierto es que leo el libro al galope, y tan solo en el primer fin de semana, previo a la nochebuena, y en el que me quedo solo en casa por diversas razones, avanzo unas cuatrocientas páginas, desentendido del tiempo real, entre el silencio de las tardes breves y aún no celebratorias de diciembre. Me siento con el libro después de comer y ya se oscurece repentinamente la habitación sin que apenas me haya movido de la butaca, y después de cenar y ver una película me dan las tantas también leyendo, amparado por ese silencio aún más perfecto de la madrugada que con tanta precisión transmite la aterradora quietud de Hans Castorp al perderse en el temporal de nieve. Esta segunda ascensión a La montaña mágica ha sido aún más satisfactoria: si fuera cierto que se pierde pasión con los años, quizás se compense con madurez, atención, paciencia y curiosidad. Habrá en un futuro una tercera subida, si todo va bien. Por eso ahora comienzo ya a preguntarme cómo será esa tercera ascensión, en qué época del año la leeré, qué aspectos habré pasado por alto en las dos lecturas anteriores, cómo será mi propia vida entonces.

 

Jesús Manuel Arroyo Tomé

 

 

 

 

 

[1] Las vicisitudes de la composición se pueden rastrear en sus diarios, de ahí que se conozcan tan minuciosamente. Saco estos datos del estupendo estudio de Hermann Kurzke, Thomas Mann. La vida como obra de arte. Una biografía. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2003, pág. 347., que quizás me decida a tratar por aquí con más detalle en otra ocasión.

6 comentarios en “NAVIDAD EN PRIMAVERA. NUEVO ASCENSO A LA MONTAÑA MÁGICA

  1. Otra delicia.
    El texto me lleva a pensar en esa tan de moda ahora «auto ficción» en la que el presunto hablar sobre los propios asuntos o vivencias del autor constituye una excusa, literaria, para dialogar con los lectores, pero también con uno mismo (¿acaso pensar no es dialogar con el propio yo?) sobre las grandes cuestiones de la vida.
    Por último, tus textos siempre me transmiten una sensación de demora en la lectura (y de reposado oficio en la escritura) que me reconforta frente a tanta aceleración hacia ninguna parte.
    Como decía el otro, casi todo lo bueno en la vida requiere tiempo. Como tus textos, amigo.
    Un abrazo.

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    • Muchas gracias, Javi.
      Completamente de acuerdo en que casi todo lo bueno merece un tiempo: el aprendizaje, especialmente, lleva toda la vida, pero no hay que esperar «al final», pues por el camino vamos disfrutando de sus frutos. La lectura lleva su tiempo, y más si es un libro extenso y largo como este, pero de él se obtiene una recompensa inmensa. Lo mismo sucede con la escritura: hay que echar horas a los textos, pero el proceso mismo es el que reconforta.
      Un abrazo.

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